Una carta que respira amor en cada línea
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“Cortázar escribía como improvisando jazz. No estaba sujeto a una disciplina, corregía poco, todo le salía naturalmente. Para él era como un juego fácil y divertido”, dijo en una oportunidad el ensayista y poeta argentino Saúl Yurkievich (1931-2005).
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En su testamento, Julio Cortázar (1914-1984) le confió a su gran amigo Yurkievich y a su mujer, Gladis Anchieri, su obra inédita para que la publicaran o la destruyeran, si así lo creían oportuno. A Yurkievich siempre le incomodó el rótulo “el albacea de Cortázar”, y se encargó de aclarar: “No, no, no… no soy el apoderado de las obras de Cortázar, sino su viuda, Aurora Bernárdez. En el testamento nos nombró a Gladis, mi mujer, y a mí para que decidamos juntos acerca de los inéditos. Como ‘albaceas literarios’ tenemos, por su voluntad, el derecho de conservar, editar o destruir lo que queramos. Así lo dice en el testamento. Pero nada destruimos. Habría que ser Dios para hacer una cosa así”. Lo que sí hicieron fue colaborar con Bernárdez -esposa de Cortázar entre 1953 y 1967- en el cuidado de los textos.
—¿A mí me dice? Osvaldo Ardizzone, con doble z porque tengo ascendencia gringa, mi abuelo vino de…
—Remítase a las preguntas, ¿estado civil?
—Casado, sí, me casé hace una punta de años, en aquellos tiempos en que la novia vivía al lado de la casa de uno…
—Señor, ya le dije que se atenga a las preguntas. ¿Cédula de identidad?
—1750784.
—¿Domicilio?
—Berutti 591, Banfield, Provincia de Buenos Aires.
Apagaba su cigarrillo largo rubio y con esas palabras empezaba Osvaldo Ardizzone su recital de poesía. Este texto cargado por su voz cavernosa que dialogaba con el silencio representaba el encuentro de un hombre común con un funcionario y antecedía al poema que lo sucedía. Nada más y nada menos que su emblemático poema “Qué carajo”. Ese grito a la frialdad ciudadana, esa confesión de barrio, ese reclamo de reconocimiento, de identidad. “Que uno no es Juan Pérez solamente. Ni Diógenes Rodríguez por ejemplo, ni la seña al pie de un documento, en un prontuario o un legajo. ¡Qué carajo!”. Ese como todos los poemas de Osvaldo tanto como sus crónicas denunciaban nunca desde un lenguaje directo, pero siempre simple, a veces valiéndose del manejo tanguero de la melancolía y con una ironía con la que se permitía burlarse de los almuerzos de Mirtha Legrand o de los colegios ingleses de Banfield con los que no se sabe a ciencia cierta si llegó a problemas legales.Leer más »El mejor hombre común de Banfield