El varón de Banfield

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Es imposible imaginar a algún banfileño sin una mueca sonriente en su rostro, al ver que Sebastián Fernández iba a ingresar al campo de juego en lugar de “Cachavacha” Forlán, para disputar al menos por un rato, una de las semifinales del Mundial de Sudáfrica 2010. Es que allí estaba la “Celeste”, disputando sus últimos cartuchos para llegar a una nueva final mundialista. Y entre todos esos espartanos orientales, había uno que era nuestro. Claro, “Papelito” estaba ahí, entre los 22 futbolistas de una semifinal y aunque probablemente el no lo supiera, por primera vez un jugador de Banfield participaba de un partido de tamaña clase. ¿Cómo no sonreír al ver nuestros colores tan bien representados? Y cómo no podía ser de otra manera, ese alegrón mundialista vino de la mano de un charrúa.

Es que los “yoruguas” siempre estuvieron ligados a la vida de Banfield. Desde los días del mítico Eduardo Silvera, quien renunció a la “Celeste” para defender a la “Verde y Blanca”, hasta los todavía candentes catorce gritos de gol de Santiago Silva, que nos llevaron a la gloria de nuestro primer título. Pero la relación entre Banfield y Uruguay excede al Taladro, y alcanza al barrio todo. Un ejemplo claro de esto tiene que ver con otro oriental que vivió en la “Tierra Santa” y que también la rompía, pero no jugando al fútbol sino cantando: Julio Sosa.

Julio María Sosa Venturini nació un 2 de febrero de 1926 en Las Piedras, departamento de Canelones, en la cuna de un hogar bien humilde. Desde chico trató de colaborar con su familia, haciendo cualquier clase de changas que le ayudaran a rebuscarse el peso. Sosa fue lustrabotas, vendedor de diarios, vendedor ambulante de bizcochos, podador municipal de árboles, lavador de vagones, repartidor de farmacia, y hasta marinero de segunda en la aviación naval. Sin embargo, su gran pasión era otra. Desde chico Julio mamaba al tango, esa música que escuchaba en los bares donde los mayores se juntaban para ablandar sus duras vidas, bebiendo algún trago de grapa, vino o ginebra. Cuentan que a los catorce años se puso a cantar en uno de estos tugurios y que se ganó sus primeros aplausos, hasta que llegó la policía y lo devolvieron a sus padres.

Pero lejos de frustrarlo, aquella anécdota le dio más fuerzas. Sosa se presentaba en todos los concursos de tango que podía y pronto consiguió un puesto como cantante en la orquesta de Carlos Gilardoni. Para ese entonces, el Varón ya se había casado a la temprana edad de 16 con una vecina de su pueblo llamada Aída Costa, aunque se divorciarían un año más tarde. Sin embargo este tropiezo, sumada a la constante necesidad económica que lo llevaba a realizar todo tipo de changas para sobrevivir, no le impidieron seguir con su carrera de cantante. Se trasladó a Montevideo y cantó con Hugo Di Carlo, Epifanio Chaín y Edelmiro “Toto” D’Amario. En 1948 grabó sus primeros temas, junto a la pequeña orquesta de Luis Caruso.

julio-sosaA pesar de que su carrera iba viento en popa, el destino, que nunca había sido muy amigo de Sosa, volvió a ponerle las cosas difíciles. Su padre enfermó y murió al poco tiempo, y entonces el Varón decidió que ya era hora de tomar las riendas de su vida. Pidió plata prestada a sus amigos y el 15 de junio de 1949 se embarcó para Buenos Aires. Una vez en la Reina del Plata, comenzó a cantar por 20 pesos diarios y una comida, en un café de Avenida Córdoba y Jorge Newbery, en el barrio de la Chacarita. Su manera expresiva de cantar la música rioplatense hizo que vaya ganándose los primeros admiradores en este lado del charco. Justamente fue uno de estos primeros aficionados a su voz, quien lo presentó a un amigo en común: un tal Armando Pontier, dueño de una de las mejores orquestas del momento. Improvisaron una audición en el café Picadilli de la calle Corrientes, en donde Sosa impresionó de tal manera a Pontier, que este llamó de inmediato a su socio Mario Francini para que también lo evalúe. Un par de tangos después, la decisión del dúo al mando de la orquesta fue clarísima, ya que no sólo querían a Julio como cantante de la misma, sino que le propusieron debutar ese mismo día.

La actuación de esa noche marcaría para siempre a Julio Sosa. Cuando Francini y Pontier lo invitaron a subir al escenario, la mayoría del público estaba bailando, dado que justamente a eso iba ala gente a esa clase de milongas. Pero en cuanto el Varón empezó a entonar las primeras coplas de un tango, las parejas de baile frenaron su danza. No lo hacían porque no les gustara la nueva voz, sino que por el contrario se detenían a escuchar a este hombre que a fuerza de expresividad, marcaría un nuevo camino para interpretar el tango. El éxito de esa presentación significó un contrato de 1.200 pesos mensuales con la orquesta de Francini y Pontier, que se extendería por cuatro años y que lo catapultaría al estrellato de tango porteño. Fue con este sueldo que Sosa decidió rentar en alquiler una casa de dos pisos en el barrio de Banfield. Cuentan los banfileños que peinan más canas, entre café y café y mientras narran anécdotas del equipo de Eliseo Mouriño, que el Varón solía visitar el mítico café El Sol todos los días, vestido con sus pijamas. Allí se enroscaba en las típicas discusiones de café, como si fuese un banfileño de toda la vida.

En 1953 el Varón es contratado por Francisco Rotundo, obteniendo un sueldo más elevado. En esta orquesta compartía cartel con Floreal Ruíz, otro gran cantor del cual Sosa aprendió mucha técnica. Sin embargo su voz iba empeorando día a día, perjudicada por unos pólipos en la garganta. Al cantor oriental no le quedó más remedio que someterse a una operación que afortunadamente resulto por demás exitosa. Además de recuperarse rápidamente, logró limpiar su timbre, lo cual lo favorecería en su carrera de cara al futuro.

Ya era 1955 y Sosa volvía a ser contratado por Armando Pontier, quien acababa de romper la sociedad con Francini para abrirse paso con su propia formación. Se trata de una prolífica etapa en la que Sosa realiza 34 grabaciones en 5 años. Su voz y su expresividad eran reconocidas por todo el ambiente tanguero del momento. Las cosas le iban bien al Varón, ya que se había casado con una segunda esposa llamada Nora Edith Ulfed y se había convertido en padre de su única hija, Ana María. Pero el destino se interpuso una vez más en su camino al final de la década, en forma de accidente automovilístico. Sosa estuvo inhabilitado para presentarse en los escenarios por unos meses. A ese pesar, debió sumarle el inmenso dolor de una nueva separación.

Pero como ya había sucedido unos años antes, este oriental se sobrepuso a los avatares de la vida. Conoció a una nueva mujer, su tercer y última esposa, llamada Susana “Beba” Merighi con la cual se muda a Villa del Parque. Profesionalmente le llegó su ansiada oportunidad de convertirse en cantante solista, de la mano de Leopoldo Federico, quien en 1960 se ofreció para cumplir las funciones de orquesta estable del Varón del Tango. Este apodo surge justamente durante aquellos días, ideado por el periodista Ricardo Gaspari. Se trata de la etapa más prolífica del artista uruguayo. Como solista Sosa graba 64 canciones entre 1960 y 1964. Pero además realiza constantes audiciones en distintas estaciones radiales, cada vez que el trajín de sus giras le permitían hacerse algún tiempo. Y hasta se atrevió a incursionar en un medio que recién debutaba en nuestro país: la TV. Las grabaciones de aquel entonces nos muestran a un cantante que no sólo se limitaba a cantar. Sosa era más que eso. El era pasión puesta en el canto, era la expresividad. Vivía las letras como si le estuviesen sucediendo, y eso quedaba claro cuando veíamos su rostro. El Varón combinaba sus dotes de músico con ciertos dotes actorales que poseía y que aprovechaba al servicio de la canción. Cómo si fuera poco, Julio editó en 1960 su único libro de poesía, llamado “Dos horas antes del alba”. Además en esa época le puso una letra al tango “Seis años” de Edelmiro D´Amario. Y en 1964 le llegó la hora del cine, interpretando un papel en la película “Buenas noches, Buenos Aires”.

julio-sosa-2Sosa se había convertido en el tanguero más taquillero de la época, enfrentándose a la “Nueva Ola” musical que impulsaba un gobierno de turno que entendía al tango como una música del pasado. Pero fue gracias al Varón que muchos jóvenes de aquellos días se volcaron al tango. Es que Sosa se había erigido como el baluarte joven de esta forma musical, en contraposición de la vieja guardia de los años cuarenta. Pero por otro lado, se presentaba a diferencia de Astor Piazzola, como un artista de música más digerible, más cercana a lo popular, aunque no por eso de menos calidad artística. Tal era la magnitud de la figura de Sosa, que se dio el lujo de interpretar y grabar tangos de Gardel junto al grupo de guitarras del maestro Héctor Arbelo, con una muy buena recepción del público. Claro. Sosa no era Carlitos, pero había un no se que del “Zorzal” que parecía brillar cada vez que el Varón cantaba.

Julio Sosa tenía 38 años y se encontraba en la cima de su carrera. Le habían ofrecido hacer una gira por Latinoamérica y Europa, de la cual decía que “Después de ésta, ya no tengo más problemas en mi vida”. Pero el cruel destino lo volvió a cruzar una vez más, aunque esta vez no le dio oportunidad de revancha. Su pasión por los autos y la velocidad lo cruzaron con una columna de señalización de la Avenida Figueroa Alcorta la noche del 25 de noviembre de 1964. Peleó por su vida en el Hospital Anchorena, pero la mañana del 26 de noviembre Julio Sosa dejó de cantar para siempre.

Su velorio multitudinario hizo que tengan que trasladar su féretro desde una sala de velatorios hasta el Luna Park. Las miles de personas que acompañaron el cortejo fúnebre por la Avenida Corrientes hasta la Chacarita durante más de 7 horas, hicieron recordar a la despedida de Gardel. Allí descansaron sus restos hasta ser repatriados a su Las Piedras natal en Uruguay. Pero lo que no descansa es la memoria de este grande del tango. Porque Sosa pudo irse tempranamente de este mundo, pero su voz y su impronta para cantar el tango van estar vivas cada vez que un fueye llore unas notas arrabaleras.

Por Leonardo Lambardi