La palabra monopolio viene del griego (monos “uno” y polein “vender”) y define una situación de privilegio respecto a la fabricación y comercialización de un bien o servicio. Sin embargo, bien podríamos decir que se trata de una falla del sistema económico capitalista, que, por el contrario, predica el libre juego de la oferta y la demanda.
El productor o monopolista controla el volumen de producción y el precio de venta, manteniendo un equilibrio entre ambas variables de manera que pueda establecer una tasa de producción, su límite de ganancia y el precio máximo que puede cobrar por el producto. Bajo esta lógica, el monopolista posee la exclusividad de fabricación y ofrecimiento de un gran bien de mercado diferenciado y determinado, en este caso la fantasía y la ciencia ficción.
En 2006, Disney compró la empresa Pixar Animation Studios por casi 7 mil millones de dólares. Esta compañía había engendrado en 1995 el primer film realizado íntegramente por medios virtuales, sin la participación de actores de carne o hueso. Por supuesto, hablamos de la popular Toy Story. De esta manera, la compañía creada por Steve Jobs, que había surgido como una respuesta moderna a las películas de Disney, se dejó seducir por el dinero: la billetera pudo más, y lo que era independiente no lo fue más.
Cinco años más tarde, se produjo el segundo golpe a las fantasías libres. Otro bastión de la imaginación cayó rendido ante el capital: Disney obtuvo el dominio de la editorial estadounidense Marvel Comics después de pagar 4 mil millones de dólares por su paquete accionario. En otras palabras, la empresa representada por un tierno ratón y un montón de princesas adquirió los derechos sobre héroes como Iron Man, Thor, Spider-Man y Capitán América o los villanos más viles como Dr. Doom, El Mandarín o Red Skull. Si miramos con detenimiento podremos notar que la compra no llegó a tiempo como para influir directamente en proyectos artísticos como las primeras cuatro películas de Los Vengadores. Sin embargo, ya en Iron Man 3, hasta una mirada superficial es capaz de advertir que se presenta al espectador una concepción más inocente, aniñada y políticamente correcta de héroe que, por definición, es totalmente inmoral y oscuro.
Cuando pensamos que ya nada quedaba por conquistar, el año pasado se produjo la última gran compra del capital por sobre la fantasía. Disney negoció tal vez con su más grande amenaza, aquel reducto que muchos jóvenes y adultos aun conservaban: la productora de películas Lucasfilms Limited, por la cual pagó otros 4 mil millones de dólares. Entre otras nefastas consecuencias, esta transacción condujo al cierre definitivo de LucasArts, la división responsable de grandes clásicos en cuanto a juegos como el Rouge Escuadrón o los dos The Force Unleashed.
Sólo queda esperar para ver qué hará el capital con su nueva trilogía de Star Wars. Se sabe que los augurios no son buenos, simplemente porque se trata de un producto completado y terminado.
La fantasía y la ciencia ficción eran refugios donde todos podíamos escapar, donde la imaginación soltaba sus alas gracias a los productos independientes, lejos de la mano todopoderosa del capital. Pero como todo lo bueno, el sueño terminó: hoy la fantasía tiene marca registrada y precio. Aquel que quiera transportarse por un rato a mundos diferentes, que fantasee con impartir poderes extraordinarios o representarse en historias más allá de nuestra comprensión debe saber que esa experiencia tiene un valor de exactamente 15 mil millones de dólares. Sí, ese es el precio que le han puesto a nuestra imaginación.
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Por Julian Lopez Perdiz para Palabras Cruzadas