Loco lindo


No se dan una idea como estaba esperando que el circo  llegara al barrio. Hacía un montón de tiempo que era en lo único que pensaba.  Les juro, eh. No se me cruzaba otra cosa por la cabeza que no fuera esa carpa multicolor. ¡Y claro! Ustedes porque tienen todo y nacieron acostumbrados a millones de comodidades. No son capaces de imaginar lo que significaba todo  eso, cuarenta y tantos años atrás.

Tenía diez, era chico todavía. Me faltaban dos meses y pico para cumplir los once. Tampoco se la vayan a creer; no vivíamos de maravilla pero les aseguro que en aquella época, el país estaba mejor que ahora. Un poquito nomás, no quiero exagerar. Tal vez por eso, mis viejos, o sea sus abuelos, me dejaban salir con la bici a todos lados. De pibe era un todo terreno con una única condición que debía cumplir a rajatabla: volver antes del anochecer. Caso contrario, me olvidaba de la bici y de la pelota por un buen tiempo. ¡Imagínense! Como ahora con los jueguitos, pero con la diferencia que antes no se perdonaban los castigos.

¡No saben la banda que teníamos! Creo que ni un tsunami nos dejaba sin picado en ese campito de atrás de las vías. Todas las tardes nos juntábamos a jugar. Bueno, en realidad no se si jugar era la palabra adecuada para lo que intentábamos hacer porque realmente éramos todos bastantes limitados; pero por lo menos corríamos un rato. ¡Que se yo!, ¡Nos divertíamos!

De todas formas, tengo que reconocer que con aquel asunto del circo, a la redonda la teníamos bastante abandonada. Como les pasa a ustedes como cuando les regalan un juego nuevo y se olvidan de los miles y miles que tienen durmiendo en su habitación.

Miércoles a la mañana, me acuerdo como si fuera hoy. ¡Un frío de locos! Creo que con suerte nos calentaban unos cinco grados al sol. Resulta que para los colegios de Gran Buenos Aires se trataba de la segunda semana de las vacaciones de invierno. Es que en aquella época también costaba unificar los intereses y las ideas de los políticos por eso cuando nosotros terminábamos las clases, los de Capital reanudaban el año.

El panorama estaba bastante dividido. Por un lado, quienes anunciaban que caerían con el circo para la primera semana y por otro, los pesimistas de siempre, que certificaban a más no poder, que nunca jamás visitarían nuestros pagos. La versión casi oficial, según el sobrino de un importante concejal, comunicaba que se habían quedado un par de días más en la Costa Atlántica  aprovechando el receso de allá. ¡Andá a saber! Según contaban, por esa razón se  les había demorado toda la gira. La cuestión es que después de tantas, pero tantas, idas y vueltas, con ese radiante cascabeleo, los tipos llegaron al barrio. Decidieron alojarse en otro de los terrenos baldíos que copaban la zona. Ese quedaba sobre Artigas, entre la empedrada que sigue siendo empedrada hasta el día de hoy y la calle del coreano que volvió a Corea por la crisis y no apareció más.

Sinceramente, no se como habrán manejado el tema. Supongo que el jefe habrá tenido que pedir algún tipo de autorización o permiso en el municipio para aterrizar semejante carpa allí.

-¿Cómo será el desembarco?, ¿vendrán todos juntos o cada uno con su coche?, ¿tendrán buena onda con nosotros?, ¿serán tipos normales? Millones de preguntas se cruzaban por mi cabeza y sospecho que también por las del resto. Gracias al de arriba, y un poco también a mi edad, por ahí pasaban
todas mis preocupaciones. A decir verdad, mi única obligación era estudiar. La ecuación era sencilla: si estudiaba, aprobaba y si aprobaba disfrutaba de las vacaciones. Después de todo estaba de vacaciones. ¡Y bien merecidas que las tenía! Había levantado matemática, y por una injusticia de la profe no aprobé inglés también.

Volviendo al tema: todos los personajes llegaron cerca de las diez de la mañana en una suerte de inmensa casa rodante. Aprovechando mi descanso decidí seguirles de cerca cada uno de sus movimientos. Me instalé puntualmente en la puerta del garaje de la casa del coreano, y de a poco comencé a sacarme cada una de las dudas. Como quién sin sentido alguno se evalúa mediante ideales y absurdos, intenté predecir que función desempeñaba cada uno de los integrantes en el show, a medida que iban descendiendo del vehículo.

-Si aquel llega a ser el domador de leones, la hija del de la granja me da bola. Si adivino cual es el mago, la loca de la vecina se olvida de la maceta que le rompí de un pelotazo en nochebuena. ¡No se vayan a creer! No todo era tan simple como aparentaba. Es que se encontraban todos de civil, por eso era tan difícil reconocerlos. A lo mejor más difícil que la hija del tipo de la granja.

No habían aterrizado todos los protagonistas, cuando llegó otro camión gigante. Mucho más grande que la propia casa rodante. Tal vez, hasta un poco más que el campito. Entró de casualidad, no me pregunten cómo, por la parte de atrás del predio, y con la buena predisposición del chofer que hizo movimientos de ajedrecista con un millón de toneladas, más la suma de todas mis plegarias al cielo, logró acomodarse ahí: justo en el corazón del barrio.

En un eterno minuto y medio, minuto cuarenta y cinco con toda la furia; los hombres comenzaron a montar el circo. Cuando digo hombres, digo también mujeres. Claro, ahí todos colaboran. ¡No son como ustedes que se hacen los distraídos cada vez que su madre les pide una mano! Con una asombrosa y fantástica alegría enterraron los postes y levantaron las carpas. Golpearon, corrieron, y colocaron millones de kilos de aserrín sobre la pista. De a poco el circo iba tomando forma y color.

Hablando de colaborar, en determinado momento, se acercó un peladito solicitando mi ayuda.

– Y éste, ¿qué puede llegar a querer de mi?-, pensaba mientras disimulaba y hacía de cuenta que todos los inviernos trabajaba en un circo distinto. Resulta que el tipo tenía que ingresar más de setecientas gradas a la carpa en menos de dos horas.

– ¡Pobre!, se va a volver loco. Que presionado estaría el buen hombre que hasta me prometió a cambio una banda de entradas gratis. Y eso no era todo. Como si fuera poco, garantizó pagarme también con un copo de nieve rosa, o con un algodón de azúcar, como se le dice ahora, que si bien no me convencía del todo el color, siempre fue uno de mis preferidos. No dudé ni medio segundo. Tiré la bici de costado y de inmediato comencé a formar parte de la gran familia que arrastra el circo. Si bien resultaba algo extraño laburar en vacaciones, y más aún siendo menor, traté de no pensar para no arrepentirme.

Mientras bajábamos sillas, el pelado me clarificaba cada una de mis dudas. En pocas palabras, me esclarecía un poco de que se iba a tratar aquella locura en la que por propia decisión ya estaba inmerso. Se llamaba José, más precisamente José Luís, y había transitado varias carpas, hasta llegar a esa. Privilegiando lo humano ante lo económico decidió asentar cabeza en, según él, su circo favorito. Me contó también que había nacido en Laferrere pero gracias a su nómade trabajo se veía obligado a no poder vivir allí, sino que debía que estar viajando durante casi toda su vida.

¡Miren como me fui a equivocar! Yo estaba convencido que los personajes de los circos eran rusos y ucranianos. Grave error. Ese muchacho de rubio no tenía ni un pelo. De hecho no tenía un solo pelo. Es más, no recuerdo con exactitud pero en un momento de la charla decidió revelarme sus  antepasados gallegos. Debo confesar que entre que él no era un tipo de sobradas palabras y yo que llevaba conmigo a todos lados una timidez bastante importante, no lográbamos terminar de soltarnos. Sin embargo hubo mucha voluntad de parte de ambos y eso nos llevó a estar hablando y trabajando más de una hora.

Agradezco al cielo no haber sacado las cuentas en ningún momento porque supongo que el copo de nieve, por más grande y rosa que fuese, no era un sueldo justo. De todas formas les aseguro que en ese momento no me importó absolutamente nada de nada.

Entre otras cosas me contó lo que yo supuse desde un primer momento. El circo era una gran familia y cada integrante debía colaborar en todos los aspectos de la función. Como acá pero multiplicado por cincuenta. Para citar un ejemplo; a lo mejor, el mismo que vendía las entradas era el que después largaba fuego por la boca. O ese que acomodaba a los espectadores en su ingreso se convertía como por arte de magia en un chistoso payaso que ofrecía millones y millones de carcajadas.

La cuestión es que el pelado resultó ser el malabarista aunque también desempeñaba algunas otras gracias. Ante mi atónita mirada me reveló que conducía una de las motos que giraba a enormes velocidades dentro del apodado globo de la muerte y que para colmo era justamente ése uno de sus números favoritos.

En fin; cuando todo estuvo, más o menos preparado, mi amigo el pelado, con un apretón de manos, me despidió hasta el día siguiente, jornada clave para su debut en las tablas.

Como si nada alcanzase; el cansancio que José Luís había obtenido por armar todo el circo no iba a permitirle suspender el ensayo previo al estreno. Por esa sencilla razón se quedó ejercitando uno de sus números; y yo, desde un rincón de la sala, me permití observarlo por un instante. Es cierto, debía partir. No quería un castigo, y menos sabiendo que podían utilizar el espectáculo como chivo expiatorio. Sin embargo les juro que no podía dejar de contemplarlo. Las cosas que hacía ese tipo no se las vi hacer jamás a nadie sobre la faz de la tierra. Quedé fascinado, maravillado, sin palabras. Esa mezcla entre habilidad y soltura que tenía para hacer su trabajo, me llevó a desconfiar de lo que yo mismo, minutos antes había logrado descifrar. Sin dudas, además de ser un genio, era una excelente persona.

Con esa imagen grabada en mi mente, decidí subirme a la bici y marchar. No recuerdo que tan fuerte pedaleé pero llegué a casa en pocos minutos. Como si el tiempo se tomase un descanso y frene por completo un instante para recordar conmigo las maravillas que hacía aquel hombre surgido en  Laferrere y adoptado como propio por cuanto lugar pasase. Estaba claro que no podía hacerme el distraído y omitir contar los momentos vividos junto a José Luís en un lugar tan vulgar para él y tan magnífico para mí. Tal vez haya sido por eso que ni bien crucé la puerta de entrada toda la familia se puso al tanto de mi nuevo amigo.

Al día siguiente; mejor dicho, en un par de horas, partí nuevamente rumbo al circo. Serían las dos y pico de la tarde. Faltaba muy poquito para la primera función. Es cierto, había tres espectáculos diarios pero de ninguna manera podía tolerar no asistir al estreno.

Después de rogarle al reloj que acelere su marcha, comenzó la fantasía. No había tiempo para más, la hora de la verdad se había presentado. En ese instante se extinguieron las luces. Los ensordecedores
bombos comenzaron a repiquetear suavecito y mientras alguien anunciaba vaya uno a saber qué; el más poderoso de los reflectores, que yo mismo me había encargado de instalar, dirigió su tenue luz rosada hacia arriba. Era él. Mi amigo José Luís, en la cima. Ahí. Solo. Paradito sobre una soga a segundos de consagrarse ante todo el barrio.

El sueño que estaba viviendo, me cancelaba automáticamente cualquier tipo de pedido por un largo tiempo. El trapecista se hamacaba, volaba, gambeteaba a los espíritus en el aire. Se burlaba del resto de los mortales y argumentaba por qué la vida lo había puesto en ese lugar tan privilegiado. ¡Qué chiquito era, pero que grande parecía! No lo recuerdo con demasiada exactitud y menos después de tanto tiempo, aunque deduzco que fue aquel día cuando le supliqué al cielo que de grande me permita ser como él.

Los números fueron pasando y el público, deslumbrado en su totalidad, le demostraba al circo un mayúsculo agradecimiento y una inmensa alegría por tenerlos de local.

Con esa felicidad plasmada en mi rostro el show había comenzado a extinguirse. Todavía no entiendo bien por qué. Y menos, como puede existir en este mundo tan computarizado y perfeccionista, un individuo tan ciclotímico y bipolar como yo, para pasar de querer ver más, justamente a todo lo contrario: A no querer ver nada más.

Ni bien el mismísimo diablo disfrazado de presentador, anunció por los altoparlantes el turno de las famosas motos de la muerte, tomé la decisión de no ver más el show. Nadie me lo había prohibido. Es más, creo que por respeto a José Luís, hasta debía quedarme. Él amaba lo que hacía y esa prueba era su favorita. Sin embargo, la inocente intuición de niño me llevó a saber que se encontraba en peligro. Nadie en la tierra puede estar seguro haciendo firuletes sobre ruedas y si existía algún tipo de relación entre los términos motos y muerte, yo no la entendía, o no la quería entender por el resto de mis días.

Pese a eso, nada podía decirle. No era quién. No solo era un chico, sino que lo había conocido hacía menos de treinta horas. Después de todo lo que me había brindado, ¿cómo no se iba a poder dar el gusto de hacer lo que se le cante? Todo lo hiciese José Luís estaba permitido por decreto natural. Tal vez por eso me daba tanto miedo lo que estaba a punto de realizar.

Preferí dejar la función ante la hostil e insolente mirada del público. A decir verdad, nunca supe si me estaban mirando pese a que en ese instante me sentí más observado que nunca. Claro, estaba haciendo algo incorrecto. Nadie se va dos minutos antes del final, pero no del circo, si no de ningún lado. En cualquier situación o contexto, lo mejor siempre queda guardado para el final. Seguramente por esa razón, uno puede llegar tarde a donde vaya, pero bajo ningún punto de vista, tiene permiso para rajarse antes. Sin embargo debo admitir que mucho no me importó. Mejor dicho, nada me importó. En absoluto. Elegí quedarme con la imagen de José Luís sonriendo en lo más alto ante una multitud de espectadores ovacionándolo de pie.

Desde ese momento nunca más lo volví a ver. No tengo la menor idea que habrá sido de su vida. De todas formas, yo sigo acá, esperándolo. Con ganas de presentárselo a ustedes y a mamá. En el mismo lugar de siempre. Tal vez un poco más viejo y con la bici algo deteriorada en la piecita del fondo. Soñando con que algún día regrese al barrio y me pague de una buena vez aquel copo de nieve rosa que me prometió por acomodar las setecientas sillas. ¿Cómo no me lo va a pagar? Después de todo era mi trabajo.

A la memoria de mi amigo José Luís Sánchez, si es que te puedo llamar así.

Pablo Carrozza

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