Garrafa jugaba a la pelota. Es lo único que importa cuando se habla de él. En un potrero de Laferrere o en un estadio super profesional. Contra un gordo cualquiera o contra el cinco de la Selección. Jugaba a la pelota. La pisaba, la cuidaba, la protegía, pero no la pasaba. Quería que sólo esté con él. Y está bien, porque pocos tuvieron su sensibilidad para tratarla. Jugaba a la pelota. También era un loco amante de la velocidad, un bromista insoportable, un tipo que eligió jugar con las camisetas que amaba antes que hacerlo con las que le podían pagar más.
Era todo eso, pero antes que nada era un pibe que jugaba a la pelota. “El futbolista habla de la importancia de la concentración, de lo que tiene que hacer en el partido, y yo no. Yo no pienso, vengo a jugar, a divertirme. Hago la entrada en calor y estoy bailando, estoy jodiendo. Yo siento que el fútbol es así, que tenés que demostrar lo que sabés y si sabés jugar tenés que estar tranquilo. Ahora hay jugadores que están nerviosos, les duele la cabeza, pero porque están constantemente pensando en el partido. No hay que pensar mucho en el partido, hay que jugarlo”, dijo José Luis Sánchez en una entrevista con Pablo Aro Geraldes publicada por El Gráfico. Y no hay nada más que agregar para comprender por qué es el símbolo que es. Garrafa es el ícono de una manera de sentir el fútbol. Ya lo era antes de la fatalidad y lo siguió siendo después.
Falleció en un accidente el 8 de enero de 2006, cuando sólo tenía 31 años de edad y muchos caños por tirar. A pesar de su rápida partida, logró aquello que hace inmortales a los hombres: hacer feliz a mucha gente. Puede sonar cursi, pero es la pura verdad. Pueden dar fe los hinchas de Deportivo Laferrere, El Porvenir y Banfield y también los muchos neutrales que gozaron con su juego.
Es el símbolo de un fútbol lúdico, en el que lo único importa es la diversión y el placer. “Yo no quiero darle la pelota a un compañero porque tengo miedo de que no me la dé más”, dijo alguna vez Garrafa. Parece una actitud egoísta, pero es sólo el sentimiento de alguien que sólo entiende el fútbol con la pelota en su poder. Sánchez jugó siempre igual. Nunca cambió su manera de expresarse dentro de la cancha. Casi todos los que fuimos contemporáneos sabemos cómo jugaba y muchos fuimos a algún estadio sólo para disfrutarlo. Era habilidoso, inteligente, ágil, atrevido y fuerte. Era un fenómeno.
Lo mejor para comprender la vida y el legado de Garrafa es ver el documental de Sergio Mercurio, “El Garrafa, una película de fulbo”, que se puede disfrutar online. Es una hora y media imprescindible para cualquier amante del fútbol argentino. En el filme, muchos de sus compañeros, familiares y amigos explican la personalidad y la manera de afrontar la vida del crack. Por ejemplo, habla su hermano mayor: “Aunque era más chico, lo tomamos siempre como un hermano mayor, por toda la sabiduría que tenía. Tenía mucha calle, era muy inteligente, nos hablaba y nosotros lo escuchábamos. Siempre supimos que era un jugador de primera, se notaba. Nosotros no queríamos que jugara en los campeonatos por plata porque eran muy violentos, pero él venía igual y lo terminábamos poniendo porque era un fenómeno”.
Nació en un barrio popular de La Tablada. Se crió en un potrero, como la mayoría de los pibes del conurbano. Allí aprendió a soportar las patadas y a hacer la diferencia con su enorme talento. Donde se ganó un nombre de verdad fue en los tradicionales torneos de penales por dinero. Ganó varios y creó una forma de patear que era casi infalible: larga carrera, un salto y un mínimo freno antes de patear para que el arquero se mueva y luego tocar la pelota suave al costado opuesto. “No lo hacía para comer, era para disfrutarlo con los amigos”.
Hizo las inferiores en Laferrere jugando como centrodelantero pero debutó en primera como marcador de punta izquierdo frente a Almirante Brown. Sí, de tres jugó. “Se ve que había faltado el tres y ahí me pusieron. Tiré un par de enganches en el área y medio que no les gustó a mis compañeros. Después sí, empecé a jugar de volante por izquierda”. Sufrió una lesión en la rodilla que lo tuvo sin jugar casi un año. Hasta él mismo creyó que quizás ya no podría volver al fútbol profesional, Pero lo hizo, aunque ya no recuperaría más esa velocidad casi super sónica que lo destacaba. Se convirtió en un jugador más lento, pero igual de talentoso e inteligente. Con eso le alcanzaba para destacarse como el mejor de todos en la categoría.
Aquel no fue su único parate largo. En 1999 pasó a Bella Vista de Uruguay, donde casi no jugó. Al poco tiempo regresó al país por la enfermedad de su padre. Estuvo siete meses fuera de las canchas, acompañando a su familia. Le sirvió para entender que las cosas no son tan buenas lejos del barrio: “Estuve ocho meses parado y nadie se ocupó de mí”. Un día, Laferrere enfrentó a El Porvenir. Sánchez estaba suspendido y no podía jugar, pero después del partido, que su equipo había perdido, se paró cerca de los jugadores rivales y vociferó: “la próxima vez voy a jugar y les vamos a ganar a estos putos”.
Ricardo Calabria, el DT del conjunto de Gerli, lo escuchó y le devolvió el insulto. En la revancha se reencontraron y Garrafa le prometió al técnico: “ahora te voy a hacer tres goles”. Así lo recuerda Calabria: “Hizo el primero en el arranque, después hizo el segundo y me recordó: van dos. La cosa es que terminó haciendo los tres goles. Después del partido lo abracé y le dije: el año que viene vas a jugar conmigo. Si hubiese crecido en un ambiente futbolístico distinto, con contención y educación, habría sido uno de los grandes jugadores del fútbol argentino”.
Llegó a El Porvenir en la temporada 1997/98 y ese año logró el ascenso a la Primera B Nacional. Fue la figura indiscutida del campeón. No pudo disputar la final por una lesión, pero Calabria lo puso un rato porque era imposible dejar afuera al gran responsable del título. Ese equipo, que también tenía jugadores como Adrián González, Iván Delfino, Miguel Coronel, Marcelo Franchini y Rubén Forestello, se movía al ritmo de Garrafa. Y sólo por eso es un equipo inolvidable.
Ese El Porvenir jugó varios amistosos contra la Selección Argentina y Garrafa siempre repetía: “No me siento menos que ellos”. Uno de esos encuentros de preparación supuestamente terminó 4-3 para el equipo nacional, pero en realidad el resultado fue 3-1 para El Porve. Lo recuerda Calabria: “Mientras José tuvo aire, les pegó un baile increíble. A Simeone, a todos”. Marcelo Gallardo, el diez rival, se sorprendió y preguntó: ¿Este viejo quién es? Sánchez tenía 25 años, pero parecía un señor mayor y jugaba con la tranquilidad de un veterano. Esta anécdota no es la única similitud entre Garrafa y el Trinche Carlovich.
Rubén Forestello fue uno de sus grandes amigos en el fútbol profesional y lo recuerda con una sonrisa: “Lo íbamos a buscar para ir a entrenar y había que sacarlo de la cancha de bochas. Estaba jugando siempre con los viejos por cinco pesos, cuatro pesos. Los hacía re calentar a los jubilados”. Además, el ex delantero agrega: “José podía levantar a un muerto, estaba todo el tiempo haciendo jodas, hinchando las pelotas”. En una ocasión, después de un partido cuando ambos ya jugaban en Banfield, fueron a una estación de servicio que estaba colmada de hinchas de Nueva Chicago. Lejos de achicarse, Garrafa se abrió paso entre la gente para ingresar al kiosco. El tema fue que los hicieron entrar a las piñas.
Oscar Cachín Blanco lo llevó a Banfield cuando nadie le tiraba una soga, como él mismo reconoció. Su padre recién había fallecido y él estaba en el peor momento de su vida. Pero, una vez más, el fútbol le sirvió para reencontrarse con la alegría. “Era un artista. Había que darle libertad”, decía Blanco y honraba con hechos sus palabras.
En el Taladro se convirtió en ídolo de manera natural. Fue la gran figura del ascenso y su actuación en la final con Quilmes es una de las mejores de la historia del fútbol argentino. Sí, es imposible que haya habido muchas actuaciones mejores de un futbolista en un partido que aquella. No se la podían sacar, literalmente. Tuvo la pelota 18 segundos adentro del área adversaria él sólo y dio un pase gol magistral, además de liderar cada uno de los ataques de su equipo.
“Yo no quiero darle la pelota a un compañero porque tengo miedo de que no me la dé más”
Debutó en la A a los 28 años y en los estadios más grandes del país también jugó a su manera. No cambió nada. Javier Sanguinetti describe su personalidad con una anécdota de esos días: “En 2004 venía siendo suplente, entonces, faltando unos días para el clásico con Lanús, pasó por la puerta del cuarto de Falcioni, pensando que no estaba. La golpeó y dijo: ‘¡¿Cuándo me vas a poner, hijo de puta?!’. Mientras salíamos, se abrió la puerta y Falcioni le gritó ‘¡Nunca, Gordo!’. Por supuesto, terminó jugando”. Cristian Luchetti cuenta otra: “Una vez, contra Unión hizo un gol y en el festejo, tiró la camiseta a la tribuna. Cuando fue a pedir otra, se dio cuenta de que no había más. Se tuvo que quedar afuera, mientras Garisto le gritaba ‘¡No jugás nunca más, Gordo!’.
Es fácil pensar que un jugador como Garrafa no tenía gran apego por las responsabilidades y el profesionalismo. Sin embargo, esto es una mentira. Sus compañeros siempre destacan que era uno de los primeros en entrenarse y que se cuidaba mucho. Nunca pudo jugar en un grande porque sus prioridades estaban en otro lado y porque tuvo la mala suerte de que cuando Boca se interesó en él, el técnico era Carlos Bilardo, que lo rechazó por haber llegado en moto al entrenamiento.
Garrafa era un loco por muchas razones. Porque le gustaba la velocidad y las motos casi tanto como la pelota, porque siempre tenía a mano una broma o una maldad, porque podía revelarse contra la autoridad con la misma naturalidad con la que tiraba un caño, porque era capaz de dar la vuelta olímpica con la camiseta de otro equipo y, sobre todo, porque tenía una inteligencia superior, que es en definitiva lo que transforma a los hombres en locos. “Mami, cuando te tiene que pasar, te va a pasar. Cada uno tiene su destino marcado. A la muerte no hay que tenerle miedo”. Eso le dijo a su madre cuando ella le pedía que tuviera más cuidado al andar en moto. Es imposible saberlo en realidad, pero quizás la muerte no lo tomó por sorpresa. Él sabía que vivía al límite. Porque también así jugaba. En la cancha, sabía que en cualquier momento podía llegar la patada. “Garrafa es el jugador que elegimos querer”, dijo alguna vez Alejandro Dolina. En realidad, Garrafa no es el jugador que elegimos querer. Garrafa es el juego que elegimos amar. Porque Garrafa es el fútbol.