Como buen rioplatense, la nostalgia nunca me fue ajena. En particular, desde chico vengo sufriendo la nostalgia anticipada, de aquello no vivido, de la mano del tango. La causa de esa nostalgia puede estar en cierta transferencia nacida de las historias de mi viejo y en la propia fuerza emotiva del dos por cuatro. No sé.
El rock, en cambio, siempre fue lo opuesto a la nostalgia. El rock fue la música de mi propia vivencia. Los Redondos hacían música para mí, los Clash se habían inspirado en mis protestas habituales y Bowie sabía perfectamente que mi cuarto estaba pintado de azul eléctrico. Aquello que yo cantaba, gritaba y bailaba como loco era el reflejo de mis días; estaba bien claro, era el acompañamiento de la experiencia misma.
Es cierto que –ya avanzado treintañero– con el tiempo se me comenzaron a entrecruzar, tenuemente, las línea del tango y del rock: la nostalgia se empezó a mostrar más real y la vivencia se volvió un poco más dramática. Pero, de todas maneras, la estantería se mantenía firme. Hasta hace unos días.
Resulta que esta edición del Quilmes Rock me agarró medio mal parado. Todo arrancó con los Foo Fighters, banda anhelada por mí. En el cierre de la primera fecha, Dave Grohl invitó al escenario a Joan Jett y la presentó como una “leyenda del rock”. Pobre Joan, la mandaron al museo, (Grohl “corrigió” su speach para el segundo día) pero, más allá de los chistes del caso, no pude dejar de acusar cierto cimbronazo al colarse esa sentencia (involuntaria, por cierto) acerca del paso del tiempo: “leyenda”. Al día siguiente, el líder de los Foo Fighters dejó por un momento su guitarra para sentarse a la batería de Taylor Howkins. Lo que se presentaba como una situación simpática, festejada, en sintonía con la buena onda incesante que emana Grohl, se transformó para mí en otra cosa. Apenas arrancó con los platillos, pude ver claramente un fantasma que siempre asomaba al rabillo de mis ojos: estaba Grohl, por supuesto, pero faltaban Cobain y Novoselic. ¡La puta madre! ¿Entonces? Entonces, hay Foo Fighters porque no hay más Nirvana. Y no hay más Nirvana porque se mató Cobain. Era algo que si bien puede resultar evidente, en mi caso venía estando presente –por supuesto– pero fuera del ámbito de la reflexión. Y quedaba más por delante. Para la tercera fecha del Quilmes, dedicada a las bandas nacionales, no pude dejar de percibir otra consecuencia: que cantara Germán Daffunchio en Las Pelotas significaba que ya no estaba el Bocha Sokol; que existiera Las Pelotas implicaba la ausencia de Sumo y ya no estaba Sumo porque Luca también había muerto. Y me acordé de Daffunchio tocando como loco en el estadio Obras, con Sumo en 1985, retorciéndose en el piso vestido con una sábana blanca. Y me acordé de mis pantalones de jean con muchos bolsillos y del perfume de pachuli, que usaban todas chicas por esos años.
Escuchar “Bombachitas rosas” de Las Pelotas, más tarde a Fito Páez cantando “Ciudad de pobres corazones” o “Eiti Leda” como bis de Charly, al cierre de la noche, me fue haciendo trepar a una euforia que, en vez de darme solo disfrute, me agregó cierta dosis de amargura. Parece que el futuro llegó, acaso (no hace tanto rato) y ahora esa línea tenue que entrecruza lo que era propio del tango y lo que era propio del rock se hace más evidente. Claro, pasó el tiempo. Hay nostalgia para el rock; hay, por lo tanto, cierta serenidad de ánimo, aplomo, hay seriedad para el rock, aunque estemos saltando eufóricos y haciendo cuernitos al aire. Se me ocurre que, tal vez, lo que uno tiene de maduro se le pega finalmente al rock porque la experiencia propia embebe lo que encuentra a mano. No estoy hablando de que “Eiti Leda” me recuerde a una novia precisa y añorada o me muestre una risa mía, antigua, extraviada en una plaza; más bien se trata de que esa música que, hasta hace poco, era puro presente, se enganchó en el tren de los recuerdos y funciona como medio de transporte de sensaciones inevitables. Tan inevitables que ni el tema “Elevador” ni el pedal superpoderoso de la guitarra de los Catupecu las pueden convertir otra vez en aquello que eran, presente puro. Chán chán.
Por Armando Doria