Son escasos los jugadores del fútbol modesto argentino que llegan a la élite. Menos aún los que consiguen ser mitificados en tres sitios distintos. Únicos los que suman leyendas geniales como José Luis Sánchez, Garrafa.

Arturo Lezcano. [Líbero España] Era bajito, rechoncho y calvo. Y sin embargo nadie le llamó el Enano, el Gordo o el Pelado. En un lugar tan fértil en apodos como Argentina sería lo más lógico, sobre todo con un nombre como José Luis Sánchez, más de oficinista gris que de crack singular. Pero es que aun viviendo en los márgenes de lo común, como él hacía, nadie más que sus amigos le llamaban Loco. Será porque nació para romper lo establecido. Siempre dijo que si no llega a ser por el fútbol hubiera trabajado toda la vida en lo mismo que su padre: repartiendo gas licuado, nuestro butano. Por suerte para él -y para todos- se convirtió en excelso futbolista, y de su padre solo heredó indirectamente un apodo, tomado del recipiente del gas. Eso que aquí llamamos bombona y en Argentina se conoce por el nombre de garrafa.

Justo a él, al Garrafa, le cayó ese apelativo tan prosaico, justo al diletante que cultivó todas las artes líricas del fútbol para hacer sonreír a los aficionados: fue un devoto del caño, la gambeta, el firulete, el engaño y la pausa. Y un ejemplo de pegada, picardía e inteligencia en el juego. Fue un símbolo del fútbol de potrero, un 10 zurdo antonomástico cuando ya empezaba a extinguirse esa posición, y aunque no fue a un grande ni a la selección, no le hizo falta. Él prefirió su barrio a cualquier otra aventura delirante más allá de la cuadra de su casa, donde vivió y también encontró la muerte. Empezaba 2006 y tenía 31 años.

Son tantas las anécdotas como sus recursos de pase y de gol. Y todas remiten a un lugar: Laferrere, una localidad de ese microcosmos llamado Buenos Aires, una megalópolis dividida entre la capital -un damero perfecto de calles anchas y arboladas, un caos planificado y bello- y su extrarradio, llamado allí el conurbano, el gran Buenos Aires, un arrabal gigantesco donde viven más de 12 millones de personas, y cuya distinción se amplifica al caer en la pasión que todo lo desborda, el fútbol. Allí se destila lo mejor y lo peor de una competición que en realidad son varias: el llamado Ascenso. Dícese de todas las categorías por debajo de Primera División, un enjambre de equipos que cada semana se juegan el honor, a veces la vida, por unos colores. Hay, claro, definiciones más certeras: “El Ascenso es la profesionalización del fútbol de barrio. Es jugar en canchas de mierda, sin comodidades, con árbitros que te pueden bombear, hinchadas tremendas encima. Es el fútbol de clubes pero con todas las peculiaridades de lo amateur, con toda la impronta del potrero”, dice el periodista Leo Peluso. “Y en todo eso Garrafa Sánchez es figura emblemática”.

“EL ASCENSO ES LA PROFESIONALIZACIÓN DEL FÚTBOL DE BARRIO. ES JUGAR EN CANCHAS DE MIERDA, SIN COMODIDADES, CON ÁRBITROS QUE TE PUEDEN BOMBEAR, HINCHADAS TREMENDAS ENCIMA. ES EL FÚTBOL DE CLUBES PERO CON TODAS LAS PECULIARIDADES DE LO AMATEUR, CON TODA LA IMPRONTA DEL POTRERO”, DICE EL PERIODISTA LEO PELUSO. “Y EN TODO ESO GARRAFA SÁNCHEZ ES FIGURA EMBLEMÁTICA”.

Peluso, amigo de Sánchez, y periodista en la agencia Télam y Diario Popular, entre otros medios, es oriundo de Laferrere, el lugar que atravesó la vida, literalmente, de nuestro protagonista. Allí comenzó Garrafa su carrera en 1993. Tenía 19 años y debutó como los grandes, en un clásico. Ese día, contra Almirante Brown, lo colocaron en el lateral izquierdo, pero desde la primera jugada mandó como si fuera un enganche. No lo movieron ya de la posición. Cuatro años después pasó a El Porvenir de Gerli, otro club tradicional del Ascenso. Con el cambio de siglo vivió un paréntesis de unos meses en el Bellavista Uruguayo, y volvió al conurbano bonaerense para fichar por Banfield en 2000, con el que ascendió a Primera como estrella indiscutible. Las lesiones lo devolvieron a Laferrere en 2005. En todos los equipos desarrolló un catálogo con sello indeleble: aparentemente escondido sin el balón, en cuanto se lo daban hacía saltar el sismógrafo con su repertorio de regates y amagues, ganando línea de fondo dentro del área en vez de buscar el córner, esperando al rival para tirarle un caño, dando pases de berbiquí directos al gol, marcando tantos trascendentales para ascender una categoría o salvarla.

EN TODOS LOS EQUIPOS DESARROLLÓ UN CATÁLOGO CON SELLO INDELEBLE: APARENTEMENTE ESCONDIDO SIN EL BALÓN, EN CUANTO SE LO DABAN HACÍA SALTAR EL SISMÓGRAFO CON SU REPERTORIO DE REGATES Y AMAGUES

“Su discurso prendió donde tenía que prender, donde el fútbol es la naturaleza. Forma parte de aquellos que contaron lo incorrecto, aquellos que nos encantaron”, dice Sergio Mercurio, director de ‘Una película de fulbo’, el documental que cuenta la vida de Sánchez. Su carrera no fue abultada, al menos en números: 261 partidos, 70 goles, ningún título. “¿Cómo puede ser bandera de varios clubs un chabón que no ganó nada?” se pregunta Sergio Mercurio. “Porque fue ídolo en tres equipos distintos”, se contesta a sí mismo al instante. Un caso único atendiendo a las enconadas rivalidades del Gran Buenos Aires. Se convirtió en un prócer de pancarta y tatuaje. Allá por donde pasó dejó huella. Tanto como para que le hayan dedicado canciones, nombres de gradas, y hasta una estatua.

“Eso no lo hizo ni Maradona. No existe ningún otro jugador que haya sido considerado un dios en tres sitios. Garrafa destruyó el discurso único del fútbol, vino a acabar con él en la periferia del fútbol”, prosigue Mercurio. “El estreno de la película es el suceso que lo comprueba: se juntaron 4.000 personas en la cancha de Banfield, pero de tres hinchadas diferentes”, recuerda. El hito se repetiría en la imagen que a nadie le gustaría haber visto: su velatorio multitudinario en la cancha de Laferrere.