GARRAFA-01[De Cabeza/Chile] José Luis Sánchez, el “Garrafa”, caminó a pasos lentos, transitando el camino que lleva al camarín visitante del Estadio Antonio Vespucio Liberti, el conocido “Monumental” de River Plate. A lo lejos se escuchaban los gritos, los fuegos artificiales, el ruidoso festejo de la parcialidad local que celebraba el paso a semifinales de la Copa Libertadores.

Ajeno a la alegría, Garrafa comenzaba a rumiar el desconsuelo de haber estado tan cerca. Esa fría noche de junio de 2005, Banfield, el club del cual era ídolo, había perdido el partido más importante de su historia hasta esa fecha. Y él ni siquiera había podido intentar cambiar la suerte: vivió el partido desde fuera de la cancha. Una vez más, los favoritos habían impuesto la implacable lógica del dicho “billetera mata a galán”.

Probablemente antes del partido haya intuido que su historia de amor con Banfield había terminado, pero luego de esa noche la intuición se transformó en certeza: Garrafa amaba jugar y bajo la dirección técnica de Julio César Falcioni ya casi no jugaba. El glamour y las luces habían sido tan ajenas en su vida, que ni la Primera División, ni lo torneos internacionales reemplazaban su amor inquebrantable por jugar, por recibir la pelota en campo rival, encarar a uno o dos defensores, levantar la vista para ver el arco, disparar y salir corriendo para obligar a sus compañeros a perseguirlo en busca de un abrazo. Garrafa amaba, ante todo, a la pelota: “yo no quiero darle la pelota a un compañero, porque tengo miedo de que no me la de más”.

La historia había comenzado mucho antes de esa noche en Nuñez, y terminaría poco después. Es, como suelen ser las historias de los locos lindos, un cuento sin hadas y con muchas carencias; una mezcla de talento, hambre y suerte (de la buena y de la otra). Otra biografía más que nace en las villas miseria de nuestros países latinoamericanos; construcciones livianas, calles de tierra y canchas de fútbol desde donde emergen, de tanto en tanto, los jugadores que llevarán a sus familias a mejores barrios, que conducirán autos deportivos y cuyos rostros servirán para vender yogurts, hamburguesas o máquinas de afeitar.

Garrafa fue, desde muy niño, uno de esos pocos elegidos: el más grande talento de la Villa La Jabonera, que lo había visto nacer, un prodigio con la pelota en los pies, un valiente que no se amilanaba con las patadas criminales de los mayores, a quienes humillaba en la cancha de tierra donde se jugaba a muerte por unos pesos y el honor. El futuro era inevitable y le cumplió su promesa: a la edad de diecinueve años debutó en el equipo del cual era hincha, el Club Social y Cultural Deportivo Laferrere, jugando en el estadio que hoy lleva su nombre. Esa vez le tocó hacer de lateral izquierdo, casi un insulto para un tipo de su calidad; el futuro lo pondría en el lugar de la cancha que le correspondía.

A partir de ese día, Garrafa escribió su historia en las canchas disparejas del ascenso argentino, llevando la pelota pegada a su pierna zurda, a punta de goles, enganches y pases entre líneas. Podríamos llevar su magia a números, estadísticas de minutos jugados, porcentajes de entregas correctas y conversiones. Sin embargo, de hacerlo, estaríamos cometiendo una gran injusticia; lo que Garrafa representó –el potrero, esa forma de jugar tan latinoamericana, donde la calidad le gana a la fuerza– no puede llevarse a números. O, más bien, hay solo dos números que hacen justicia a la carrera de José Luis Sánchez: el 10 y el 4. El 10, que siempre llevó en la espalda, el que se reserva a los jugadores especiales de cada equipo, los que tienen autorización para no correr, para desaparecer casi todo el partido, porque son los portadores de la ilusión, la esperanza de que, cuando llegue el momento preciso, sabrán cargar la responsabilidad, desempolvar la magia e iluminar el camino que sus compañeros (peones o, cuando mucho, alfiles) sabrán seguir confiadamente.

El 4 es el número de clubes en los que jugó Garrafa: Laferrere, El Porvenir, Bella Vista de Uruguay y Banfield. En tres de ellos (con la excepción de Bella Vista, donde le afectó gravemente la distancia en momentos en que a su padre se le diagnosticó la enfermedad que se llevaría su vida) dejó un recuerdo imborrable y es evocado hasta hoy, más que por su palmarés, por su calidad, por jugar al fútbol de esa forma que es, al mismo tiempo, elegante y atorrante. Porque, en definitiva, hacía en la cancha aquello que siempre soñamos con hacer los que no fuimos dotados con el talento que a José Luis Sánchez le sobraba.

No tiene sentido analizar lo que pudo ser y no fue. Efectivamente, la carrera de Garrafa pudo haber estado mucho más cerca de las luces, de las portadas, de los sueldos en euros y con muchos ceros a la derecha. Pero él era distinto, privilegió siempre los afectos, despreció los consejos que le proponían retroceder marcando y bajar de peso. “Me cuesta entrenar” fue siempre su tímida defensa.

Pudo, sin embargo, jugar en River y en Boca. De hecho, llegó a entrenar durante algún tiempo en el club de la ribera en 1996, bajo la conducción de Carlos Salvador Bilardo, desde donde fue expulsado por incumplir las reglas: los jugadores no podían andar en moto, pero Garrafa adoraba la sensación de velocidad y el viento en la cara. “No me van a cambiar”, aseguró… y el fútbol llora que haya cumplido su promesa.

Cuando jugaba para El Provenir, el equipo solía hacer de sparring los miércoles contra la selección nacional que entrenaba Daniel Pasarella. “¿Quién es ese viejo?” preguntó estupefacto Marcelo Gallardo en medio de uno de estos partidos. Sucede que “ese viejo” (que no lo era tanto: la calvicie le jugaba en contra) acababa de volver locos a los cracks de los grandes equipos europeos. “Ese viejo” era la razón por la que El Porvenir le ganaba 3-0 a la selección argentina cuando Pasarella ordenó terminar la práctica para acabar el bochorno.

Así, cuando su historia en Banfield terminó el año 2005, supo que debía volver a elegir con el corazón, a jugar de nuevo por su gente, por el club del que era hincha. Volvió a Laferrere, a entregar y recibir amor. En eso estaba el 8 de enero de 2006, haciendo piruetas en moto frente a su casa, cuando la muerte se lo llevó de la misma forma en que vivió: a su manera, según las reglas que aprendió en la cancha, donde nunca fue uno más.

Los genios se van, pero queda su arte para recordarlos. Como la escultura de Garrafa que adorna la sede social de Banfield, o el tema que el grupo Yeti Rock canta para recordar que la muerte no se lleva el recuerdo que se ama: “el cielo no sabe esperar la magia y se lo llevó, baila atrevida la zurda divina. Ilusión en un balón. El barba no sabe aguantar las ganas y se lo robó, quería solo un arlequín que la embocara de banderín”.

Garrafa es, en palabras del periodista Alejandro Dolina, el jugador que elegimos querer. Un héroe de la infancia, uno de los tipos que hacía las cosas que nos llevaron a enamorarnos de este juego.

 

Por Sergio Montes